El jardín de mariposas
Al principio eran hormigas, después empecé con las mariposas. Las hormigas eran muy fáciles de agarrar y había de a montones, pero las mariposas requerían un poco más de agilidad y eran más limitadas.
Tenía más o menos 6 o 7 años, lo supongo en realidad porque la verdad no me acuerdo. Vivíamos con mi mamá en la casa de mi abuela, la cual tenía un patio muy grande en el que me la pasaba jugando sola. Cuando me aburría de mirar la tele salía al patio y una de mis actividades diarias incluía agarrar hormigas y tirarlas en las telarañas que se formaban afuera en los muchos agujeros de los ladrillos de la pared sin revocar. Me entretenía mucho observar a esas arañas más grandes y feas que las que solía encontrar normalmente y ver cómo salían de los huecos de la pared y arrastraban hasta su guarida los sacrificios que yo fascinada les ofrecía.
Con la llegada de la primavera, el jardín de mi abuela había florecido y ahora flores de muchos colores adornaban el patio y atraían mariposas cautivadas por todo el néctar. La mayoría eran mariposas monarcas, las clásicas naranjas, pero cada tanto venían otras mucho más grandes y de colores vibrantes. Al principio fueron mi espectáculo diario, las miraba volar y admiraba su belleza, pero pronto dejó de ser suficiente, no me conformaba con solo mirarlas, quería agarrarlas, tenerlas posadas en las manos como una princesa de Disney. Me situaba a una distancia prudente para que vinieran tranquilas y una vez que se posaban sobre las flores me acercaba lentamente por detrás y como haciendo una pinza con el pulgar y el índice las tomaba.
Lo que empezó como un juego motivado por el aburrimiento y la curiosidad se convirtió en una práctica de tortura. Las mariposas me parecían hermosas y aún así disfrutaba del ruido que hacían sus alas al romperse o el color naranja que me dejaban después en los dedos. Con las alas rotas y ya sin poder escapar, las desechaba en la telaraña y miraba cómo luchaban en vano antes de desaparecer.
Un día, llegó una hermosa mariposa con enormes alas azules y la tentación fue demasiada. Cuando la capturé no tuve ganas de romper sus alas, la estudié con detenimiento un rato y luego como era de costumbre la tiré sobre la telaraña, pero esta vez la mariposa era mucho más grande que la pobre araña que no podía acercarse ante la intensa lucha que ésta le estaba dando. Y entonces, algo se sintió diferente, la culpa me invadió de repente y en un intento desesperado acerqué mi mano para rescatar al pobre insecto que yo misma había dejado para morir, pero cuando mis dedos tocaron la pared la araña, rápidamente respondiendo a su instinto, se me trepó por la mano y el brazo desnudo. Salí corriendo asustada y llorando, mi abuela que me había escuchado gritar, salió al patio y contempló la escena del crimen: la mariposa seguía atrapada en la telaraña y mis dedos estaban manchados con el tinte azul de sus alas desteñidas. Después de liberarla me dió un chirlo que tenía bien merecido y me sacó las ganas de volver a atormentar a cualquier insecto.
Tiempo después, todas las flores del jardín se marchitaron y el jardín perdió su belleza y vitalidad, me puse muy triste y lloré todo un día, convencida de que por mi culpa las mariposas jamás volverían a visitar la casa de mi abuela y sólo quedarían las telarañas adornando el jardín.
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